sábado, 3 de agosto de 2013




   (...)  la flor es traicionada por la fragilidad de su corola: de modo que lejos de responder a las exigencias de las ideas humanas, es el signo de su fracaso. En efecto, tras un período de esplendor muy corto, la maravillosa corola se pudre impúdicamente al sol, convirtiéndose así para la planta en una escandalosa deshonra. Extraída de la pestilencia del estiércol, aunque haya parecido escapar de allí en un impulso de pureza angelical y lírica, la flor parece bruscamente retornar a su basura primitiva: la más ideal es rápidamente reducida a un andrajo de inmundicia aérea. Porque las flores no envejecen honestamente como las hojas, que no pierden nada de su belleza aun después de que han muerto: se marchitan como viejas remilgadas y demasiado maquilladas y revientan ridículamente sobre los tallos que parecían llevarlas a las nubes.
   Es imposible exagerar las oposiciones tragicómicas que se destacan a lo largo de ese drama de la muerte indefinidamente representado entre tierra y cielo, y es evidente que sólo podemos parafrasear ese duelo irrisorio introduciendo, no tanto como una frase sino más exactamente como una mancha de tinta, esta empalagosa banalidad: que el amor tiene el aroma de la muerte...


Fragmento de la obra de G. Bataille "El lenguaje de las flores".

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